BEP, EL DRAGÓN ROJO
Cuando llegué a Melsville no las
tenía todas conmigo.
Aquello era un pueblecito pequeño, de
unos doscientos habitantes.
El
pueblo estaba incrustado en un acantilado. A unos metros de él se encontraba el
mar, siempre en calma, donde los niños solían ir a pescar o a bañarse.
Mi nueva casa era amplia y soleada, de
color azul celeste. La rodeaba una valla de madera pintada de blanco. En la
parte trasera de la casa había un pequeño jardín verde lleno de flores
silvestres y matojos de malas hierbas. La casa tenía cinco habitaciones, un
salón comedor, dos baños, un sótano, un desván, un cuarto donde guardar las
escobas y una cocina.
De todas las habitaciones (sin contar la
de mis padres) la más grande era la mía. Ya que no tengo hermanos ni hermanas
me dejaron elegir la habitación y , claro, yo elegí la más grande para poder
montar mi escalestri.
Después de comer decidí ir a explorar el
pueblo y alrededores, pero cuando iba a salir mi madre me detuvo con un grito:
-
¡Lucía, ven aquí! ¿Has
terminado tus deberes? ¿Has recogido tu habitación? ¿Has limpiado al perro?
Y me acribilló a preguntas. Después de responder
afirmativamente a todas ellas me permitió salir a condición de que volviera
antes de las ocho.
Después de inspeccionar el pueblo pensé
que quizás habría algo interesante en las montañas y acantilados, así que tras beber un trago de agua de mi cantimplora
(que había traído en mi mochila junto a un bocadillo, una linterna y una caja
de cerillas), me dispuse a investigar el acantilado.
El acantilado tenía un estrecho sendero
por el que caminé hasta la entrada de una gran cueva que no era visible desde
tierra ya que su enorme boca daba al mar.
Desde donde yo estaba se oía un extraño
llanto. Era algo así como cuando las olas rompen sobre la fina arena de la
playa, solo que más alto y sobre todo, más sobrecogedor.
Hacia esos gemidos me dirigí hasta
adentrarme en lo más hondo de la cueva, entonces vi algo asombroso, algo
increíble. De lo sorprendida que estaba me quedé paralizada y no era para menos
ya que estaba frente a un enorme y auténtico dragón. Era de color rojo como el
fuego y con uso grandísimos dientes del color del mar. Sus escamas brillaban
como la arena mojada y sus minúsculos ojos verdes me observaban con asombro.
Entonces abrió sus enormes fauces y
preguntó tímidamente:
-
¿Quién eres?
-
Soy Lucía, me acabo de
instalar en Melsville.
El dragón le contó que se llamaba Bep y
que esos lamentos los emitía él porque estaba llorando.
-
¿Y por qué lloras?- Le
preguntó Lucía.
-
Porque desde hace dos días
he perdido el poder de echar fuego- respondió el dragón señalando su enorme
bocaza.
-
¡Bueno, pues entonces te
ayudaré!- dijo Lucía optimista. Abre la boca y cierra los ojos.
El dragón hizo lo que Lucía decía y ella
se introdujo en su interior. Yendo a gatas fue esquivando los órganos de aquel
gigantesco ser hasta que llegó a un gran depósito transparente donde danzaban
un buen número de llamas que parecían estar enfadadas por su aprisionamiento
cuyo culpable era un pequeño barco en el que había un viejo pescador al que el
dragón había tragado junto con su barco.
Lucía saludó al pescador y le explicó que tendrían que salir por
el ano, ya que quedaba mucho más cerca que la boca. Así que ambos se pusieron a
gritar diciéndole al dragón:
-
¡¡BEP!! ¡¡COME TODO LO QUE
PUEDAS!!
El dragón estaba algo aturdido por aquellas
palabras pero obedeció. Fue a pescar y se comió tres toneladas de peces. Fue a
cazar y se comió cuatro toneladas de conejos y finalmente comió cinco toneladas
de frutas y hierbas.
Entonces, sin previo aviso se oyó algo
como un trueno, algo espantoso y fétido (era un pedo). Después, como meteoritos
a la velocidad de la luz (eran cacas) y al fin salieron despedidos Lucía y
Roberto, que así se llamaba el pescador.
Al rato, cuando se repusieron de la
salida se dieron las gracias unos a otros y prometieron volver a verse pronto y
asar castañas con el recién recuperado fuego del dragón.
Ada Paula
Villacorta Andrés, 5º B.